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A la Asamblea General de la Comunidad de Vida Cristiana

Peter-Hans Kolvenbach SJ
Nairobi, Agosto 4, 2003

[English]
 

Les agradezco la invitación a participar con ustedes en esta Asamblea de CVX. Deseo ahora comentarles lo que San Ignacio entendía por “el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener." [EE 352] Estas reglas parecen simplemente un agregado a los Ejercicios espirituales, y tenemos la tendencia a ignorarlas, diciendo que se refieren a una Iglesia militante que aparentemente no es la de nuestra época, o que exigen una actitud hacia la Iglesia que no parecer ser la que propone el Concilio Vaticano II.

Algunos directores o guías de Ejercicios consideran que estas reglas de San Ignacio para “sentir con la Iglesia” están ya tan superadas y son tan incómodas, que prefieren ocultarlas y no mencionarlas a los que hacen Ejercicios. Actuar así es olvidar que en la cuarta semana San Ignacio nos invita a participar en la fundación de la Iglesia por medio de los encuentros con el Señor resucitado, y que San Ignacio consideraba estas reglas para “sentir con la Iglesia” como una consecuencia de las reglas para discernir espíritus, puesto que sólo el Espíritu nos da el verdadero sentido de Iglesia en un discernimiento orante. Para aprender de San Ignacio a crecer en unión con la Iglesia no dejaremos de lado los Ejercicios, más bien queremos descubrirlos gracias a su experiencia de Iglesia, que algunos consideran “dramática”.

Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia ha estado comprometida en una tensión entre tradición y progreso, entre la continuidad y el cambio. El mundo es ahora un territorio de misión y la Iglesia busca responder a la llamada a una nueva evangelización, que es en la vez antigua y siempre nueva. Basta leer los periódicos o mirar la televisión para saber de las tensiones en temas litúrgicos o de verdaderos conflictos en temas éticos, aproximaciones diferentes a la necesaria inculturación de nuestra fe.

De hecho esta situación es normal. Después de un evento profético como un Concilio, dónde nos habla el Espíritu del Señor, siempre ha habido un proceso largo de reforma y de renovación que sólo después de siglos llega a vivirse en consenso. Esto es especialmente cierto respecto al Concilio Vaticano II, que nos ha ayudado a redescubrir la Iglesia como una comunión de Iglesias locales bajo el entero colegio episcopal, del cual es cabeza el Obispo de Roma. Esto, a su vez, ha renovado el papel distintivo del laicado en la vida de la Iglesia, ha ahondado en el Pueblo de Dios su sentido de co-responsabilidad en la vida de la Iglesia toda, ha llevado a la formación de numerosos movimientos eclesiales y ha elevado el número de voces que se expresan en la Iglesia. Ésta es una fuente de vida, de creatividad y vitalidad, pero como no todas las voces dicen lo mismo, también es fuente de tensiones, unas más constructivas que otras. A veces somos arrastrados a conflictos eclesiales y aún a situaciones explosivas.

La obediencia de Ignacio es una de fidelidad concreta a la jerarquía real y visible de la Iglesia, no a un ideal abstracto. Nosotros pertenecemos a la Iglesia, compartimos sus alegrías y dolores, sus martirios y sus escándalos, porque la Iglesia es y siempre será una comunión de santos y pecadores, de triunfos y tragedias, de la cual formamos parte.

El contexto eclesial en que vivió Ignacio es bastante diferente del nuestro. Pero existe una profunda atadura mística que transciende las particularidades de su siglo decimosexto. Arraigados en la fe de que el Espíritu guía a la Iglesia, esa unión mística nos hace desear crecer por amor en la unidad de la Iglesia, porque el Señor ama a la Iglesia, a nuestra Iglesia, como el esposo a su esposa.

Si sólo miramos a la Iglesia con los ojos de un miembro de una ONG multinacional nunca percibiremos el misterio que hay en ella. Esto no significa que debamos negar la realidad de la Iglesia, sino mirarla con ojos nuevos. El cuadro no estará completo mientras no veamos trabajando simultáneamente en ella al poderoso Espíritu del Señor y a la débil mano humana.

Y si nuestro amor a Jesucristo, inseparable de nuestro amor a su esposa la Iglesia, nos lleva a buscar la voluntad de Dios en cada situación, también puede obligarnos a hacer una crítica constructiva y amorosa basada en un profundo discernimiento. Este también podría llevarnos a permanecer por el momento en silencio. Sin embargo, nunca puede justificar una falta de solidaridad con la Iglesia, de la que nosotros nunca ni en forma alguna nos distinguimos o separamos.

En cierta forma San Ignacio vivió la experiencia de comunidades de vida cristiana en la Iglesia, puesto que era miembro de la confraternidad del Espíritu Santo, una de las precursoras de CVX. Mucho tiempo antes del establecimiento de las Congregaciones Marianas en 1563, donde se encuentran las raíces de CVX, la vida eclesial se vivía en confraternidades. Como lo sugiere la palabra, eran una iniciativa de los laicos en la Iglesia. Se organizaban en gremios de acuerdo a sus tareas profesionales – gremio de artistas, de constructores, de comerciantes – y deseaban vivir en ellos como las primeras comunidades cristianas, cuyos miembros, creyentes en el Jesús Resucitado, estaban juntos y tenían en común todas las cosas: vendían sus propiedades y sus bienes y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Perseveraban unánimes cada día en el Templo, y partiendo el pan en las casas comían juntos con alegría y sencillez de corazón.

Esta descripción de la Iglesia de los apóstoles y de los primeros discípulos (Hch 2, 44-46), sin duda un poco idealizada, inspiró a las confraternidades y continua hoy inspirando a muchas comunidades de base y a nuevos movimientos en la Iglesia. En el momento decisivo de la muerte todos querían estar rodeados de la fe pascual de sus hermanas y hermanos en el Señor y ser sostenidos por su oración. Por eso, en tiempos de Ignacio había tantas confraternidades de la Buena muerte. Pero no sólo la muerte, también la vida debía vivirse en la Iglesia de manera intensa y no sólo formal. El clero se hacía cargo de los asuntos espirituales; los laicos, en sus confraternidades, consideraban como misión suya manifestar concretamente la compasión del Señor con los encarcelados, los hambrientos, los indigentes y los enfermos. Todas las formas de caridad eran generosamente asumidas por una gran diversidad de confraternidades, pero todas ellas se alimentaban de la misma vida sacramental de la Iglesia. Como sucede aún hasta hoy, había un movimiento de laicos que crecía “desde abajo” gracias a su creatividad en la fe. Y ciertamente no era una Iglesia en oposición o al margen de la Iglesia jerárquica. Pese a ser autónomas, hasta el punto de escoger a un sacerdote para que las asistiera y las vinculara con la Iglesia, las confraternidades jamás se consideraron una Iglesia paralela. Eran conducidas por el Espíritu y vivían, según lo describe San Ignacio a partir de su propia experiencia, “creyendo que entre Cristo nuestro Señor, el esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas.” [EE 365]

En este contexto creativo, en esta diversidad inflamada por un mismo Espíritu, el jesuita Jean Leunis fundó la primera congregación, que se llamó mariana porque se reunía en la pequeña capilla romana de la Anunciación. Se mantiene en ella la tradición de las confraternidades, porque hay en ella grupos específicos, especialmente de estudiantes muy jóvenes, deseosos de orar juntos. Es significativo que el P. Leunis cambia el nombre, de confraternidad a congregación. Las confraternidades eran principalmente una creación espontánea de laicos. El reglamento o pacto interior del grupo era decidido por esos mismos laicos, quienes invitaban a un sacerdote para acompañarlos.

El Padre Leunis cambia la perspectiva eclesial al usar la palabra ‘congregación’, que significa agrupación, reunión. Es el Padre Leunis quien reúne a los miembros de su grupo proponiéndoles un reglamento preestablecido por él en nombre de la Iglesia. Por una parte hay continuidad con las confraternidades en la creación de grupos específicos – aún existen la Congregación de Nobles en Roma y la Congregación de Obreros en Beirut. Pero, por otra parte, hay discontinuidad en la medida en que las congregaciones no tenían la misma espontaneidad y el mismo régimen democrático de las confraternidades. Los jesuitas, como verdaderos hijos de San Ignacio, pusieron a las congregaciones claramente bajo la autoridad de la Santa Sede. Esto queda claro por numerosas cartas papales que, a partir del 5 de diciembre de 1584, regulan todos los detalles de la vida de las congregaciones; así por ejemplo la intervención papal del 8 de septiembre de 1751, que permite la admisión de mujeres como miembros de las congregaciones.

El Padre Louis Paulussen, quién más tarde hará la transición de las congregaciones a CVX, se dirige en 1954 a los congregantes y, como para resumir una larga historia, les dice: “Las congregaciones han sido erigidas por la Iglesia, son dirigidas por la Iglesia, son totalmente dependientes de la Iglesia en todo, su objetivo es hacer crecer la Iglesia, servir a la Iglesia, y defender a la Iglesia. Su ideal es identificarse en todo con el pensamiento de la Iglesia. Su mayor gloria es amar a la Iglesia como a su madre”. Estas palabras brotan de la espiritualidad ignaciana y San Ignacio con gusto las consideraría como propias. ¿Acaso hoy no nos resultan pasadas de moda, superadas por la CVX que vive su verdadero sentido de Iglesia en un ambiente de controversia y de crítica? ¿No habrá que reconocer que la actitud de Ignacio, que inspiró estas palabras, colinda con una idolatría de la Iglesia, o con una ‘papolatría’ del Santo Padre?

Desde los inicios de la Iglesia, la creación de grupos desde la base, y aún hoy el pulular de tantos movimientos eclesiales, siempre ha traído consigo el riesgo de hacer bando aparte y romper así la comunión en el Espíritu que es vida de la Iglesia. Por esta razón, el mismo año de las palabras del Padre Paulussen, Pío XII advierte: “(Las Congregaciones) no buscan jamás formar bando aparte o reivindicar para sí solas ciertos sectores, sino que están dispuestas, por el contrario, a trabajar donde la Jerarquía las envíe. Sirvan a la Iglesia no como a una potencia extranjera, ni siquiera como a la familia humana, sino como a la Esposa de Cristo inspirada y guiada por el mismo Espíritu Santo, y cuyos intereses son los de Jesús.”

Estas palabras son movidas por la gran preocupación de no privar a la Iglesia militante – según la expresión de San Ignacio – del ejército poderoso que son las Congregaciones marianas. Así lo expresa Mons. J. Félix Gawlina, director de la Federación Mundial de Congregaciones Marianas, cuando pide a los congregantes que no formen equipos de francotiradores que sólo obedecen a sus ambiciones personales, sino que sean un ejército disciplinado y ordenado (acies ordinata – en palabras del Cantar de los Cantares), que avanza como un batallón en orden de batalla.

El lenguaje sigue siendo enérgico, aunque con menos tono militar, cuando el 31 de mayo de 1971 cambia el nombre con aprobación de la Iglesia. La congregación se transforma en una comunidad de vida cristiana: vuelve de algún modo a la confraternidad, con su espontaneidad apostólica y la responsabilidad propia de los laicos en y para la Iglesia; hay además una cierta ruptura con las congregaciones, en la medida en que ellas eran conducidas por directores jesuitas; sin embargo esto se hace sin romper con la espiritualidad ignaciana que es profundamente eclesial por ser muy cristocéntrica.

Los Principios Generales insisten mucho en el carácter comunitario a todos los niveles – desde la comunidad local hasta la comunidad mundial – precisamente para vivir la Iglesia como la “koinonía” que el Señor mismo deseaba: una comunión de santos, una comunión de fe que une en la celebración eucarística al cristiano con Cristo y a los cristianos entre sí. Las comunidades de vida cristiana viven la comunión de los santos, como miembros del pueblo santo de Dios – la Iglesia –, que unidos en el Espíritu Santo, en la caridad y en la realización de los sacramentos, oran y trabajan unos por otros para que el reino venga.

En esta perspectiva del Vaticano II, los Principios Generales de CVX conciben el verdadero sentido de Iglesia como una misión, que se lleva adelante junto con aquellos que tienen la responsabilidad apostólica en la Iglesia. Por eso la Comunidad de Vida Cristiana no se encierra en sí misma, ni se limita exclusivamente a uno u otro trabajo. Ella comparte con todas las fuerzas vivas de la Iglesia el deseo de la llegada del reinado de Dios, y sin cesar se pregunta y discierne lo que el Señor de la viña espera de ella. Su sentido de Iglesia es creativo, se fundamenta en una disponibilidad generosa para ser enviada, y desea responder concretamente a las necesidades de la Iglesia que sirve al mundo en nombre de su Señor.

Ignacio no conoció el Concilio Vaticano II que tan fuertemente inspira la nueva visión de CVX. En su lenguaje no figuraba la palabra ‘democracia’, ni podía sorprenderse al saber que la Iglesia nunca llegaría a ser totalmente democrática. Para Ignacio es evidente la existencia de la autoridad en la Iglesia, y nunca hubo en él ni una sombra de oposición a ella. Tampoco encontraríamos en Ignacio una distinción entre la Iglesia como realidad social y como realidad espiritual. Mira a la Iglesia con un gran realismo. Esa mirada, que abarca la realidad completa de la Iglesia con sus luces y sombras, será siempre, desde su origen, una mirada espiritual. Para él la Iglesia es una institución, y lo más importante, es un cuerpo jerárquico movido por el Espíritu Santo. Luego, no se puede hablar de la Iglesia sino usando el lenguaje del Cantar de los Cantares, el lenguaje del amor: “Creemos que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo Espíritu quien nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas.” (EE 365) Como siempre, Ignacio hace esta profesión de fe sin explicación ni comentario. Para él es evidente, porque es la experiencia amorosa de su vida en la Iglesia que es, a la vez, como la esposa del Cantar: “¡Eres hermosa, amada mía, y no hay en ti defecto!” (Cant 4,7) y “Morena soy... pero hermosa; No os fijéis en mi tez oscura, es que el sol me ha bronceado.” (Cant 1,5)

El Cardenal Villot exhortó (06-08-76) a CVX a vivir con Ignacio la realidad espiritual de la Iglesia-comunión diciendo: “No importa lo que suceda, conservaos como hombres y mujeres de Iglesia. Guardad el espíritu de la Iglesia. Sufrid con sus dolores y alegraos con sus gozos. Escuchad a la Iglesia pero, sobre todo, amadla - la Iglesia necesita ser amada – y enseñad a otros a amarla”.

Pese a todo, ¿no nos parece que San Ignacio es demasiado optimista o idealista? Es cierto que por la Iglesia estamos dispuestos a sufrir. Pero ella también nos hace sufrir, porque junto a lo mucho que hace por fidelidad a su Esposo, hay tanto más que debería haber sido y en su larga historia no lo fue, ni lo es hoy. Sin duda que muchas de las críticas que se hacen a la Iglesia no son justas ni justificadas, pero ¿acaso no hay otras que surgen de un amor auténtico pero decepcionado? ¿Es que Ignacio no quería ver el estado tan desastroso de la Iglesia de su tiempo, que provocó reformas y cismas?

Contemplemos la experiencia de Ignacio. Era el mes de septiembre de 1539. Ignacio ya había puesto por escrito las grandes líneas de su espiritualidad, de su proyecto apostólico, que darían origen a CVX y a los Jesuitas. Ignacio no va a conservar celosamente esos tesoros espirituales para sí solo o para su grupo de compañeros. Así como más tarde no reservará para los Jesuitas la propiedad de los Ejercicios Espirituales, sino que los entregará al Santo Padre para que hagan obra de Iglesia, así también ahora hace llegar sus planes y documentos al Papa Pablo III. En coherencia con el “Tomad, Señor, y recibid”, para Ignacio no tienen valor en sí mismos ni su servicio apostólico ni su misión; Su única razón de ser es la mayor gloria de Dios, confirmada como servicio por la mediación del Santo Padre, vicario de Cristo en la tierra. Ignacio hace llegar a Pablo III el resultado de su discernimiento para no equivocar el camino, como dice él mismo. El Papa escuchó la lectura de los proyectos de Ignacio, leídos por el Cardenal Contarini, y lo interrumpía para decir: en realidad, el espíritu de Dios está aquí, o, verdaderamente el dedo de Dios esta allá.

Hay algo que hoy se nos puede escapar en este gesto de Ignacio. Estamos tan habituados a que los Papas sean personas de un gran valor moral – un regalo del Señor de la Viña –, que nos cuesta imaginar un Papa que lleva una vida inmoral. Durante sus 25 años de pontificado, Juan Pablo II ha sido criticado por la prensa, pero jamás se ha cuestionado su integridad moral. En cambio, el Papa Pablo III, que Ignacio considera la mano de Dios, no se había distinguido por sus principios morales y santos. Tenía cuatro hijos, y como Papa favorecía a su familia, hasta el punto de no vacilar en nombrar cardenales a dos de sus descendientes, uno de 14 años y el otro de 17. Al llegar a una edad madura, Pablo III tomó conciencia del lamentable estado de la Iglesia, de la conducta escandalosa de la curia romana, y comenzó a preparar una reforma de la Iglesia. A ese hombre, a ese Vicario de Cristo, Ignacio presenta sus escritos y de él espera la aprobación de su espiritualidad, de su proyecto apostólico.

Para Ignacio, la Iglesia militante – o la Viña del Señor, como la llama después – es una Iglesia de pecadores. Es el misterio de la luna, como se decía mucho antes de Ignacio: una luna de rocas y arenas que aclara nuestras noches y tinieblas con la luz que recibe del sol. La gracia de ver a Dios en todas las cosas permitía a Ignacio discernir los signos de Su presencia aún en la oscuridad de la Iglesia. Por esos signos reconocía al Señor presente entre nosotros. Hoy no son signos los que faltan, sino nuestra capacidad amorosa de descubrirlos. En el pasado y hoy en especial, las congregaciones y la CVX deben vivir su fe en condiciones eclesiales dolorosas por persecución y opresión, por tensiones y conflictos, malentendidos y sospechas. Cuando la CVX viva el verdadero sentido de Iglesia descubrirá tantos elementos positivos con los ojos de la fe: el evangelio compartido, la celebración litúrgica, la participación de los laicos en la misión de la Iglesia, la búsqueda intensa de espiritualidad, el amor preferencial por los pobres, el redescubrimiento del rosario y la solicitud del Santo Padre por los problemas de nuestro mundo. Todo lo negativo, que inevitablemente existe, no debería paralizar nuestra misión de leer los signos positivos de nuestro tiempo y de dar a conocer en torno a nosotros este amor y sentido verdadero de Iglesia, como lo practicaba Ignacio. El no se dejaba descorazonar.

Tampoco se contentaba con ver en Pablo III – pese a todo – al Vicario y representante de Cristo en la tierra. Ignacio quería recibir de él la misión, para no errar en los caminos de Dios. Este recurso al Santo Padre ciertamente no excluye el discernimiento orante y activo en las comunidades, al contrario, lo exige para reconocer concretamente lo que el Señor espera de CVX al servicio de su Esposa, la Iglesia. El Espíritu nos mueve por medio de las ideas y exigencias del Concilio Vaticano II. Juan Pablo II no cesa de ofrecernos sus orientaciones y proyectos apostólicos, suscitando nuestra colaboración, puesto que el Señor, de quien es Vicario en la tierra, quiere contar con nosotros. Hay también obispos que abren nuestros ojos para que podamos ver las necesidades espirituales y materiales de los que viven en torno a nuestras comunidades y cuentan con nuestra ayuda. Jamás han faltado voces proféticas entre nosotros. A menudo bastará que CVX se enfrente y cuestione sus propias experiencias, en la familia y en el trabajo, para llegar a conocer la misión que el Señor confía a cada una y cada uno, y a la comunidad en cuanto tal. Además, es posible que el cuerpo universal y apostólico de CVX sienta que el Señor quiere valerse de la inmensa potencialidad de que dispone y envíe a la comunidad en misión para servir a su Iglesia en tal o cual orientación apostólica, o en uno u otro campo pastoral. En este discernimiento sin duda que los Asistentes de CVX pueden ser una fuente de ayuda y acompañamiento, de información y de orientación. Sin embargo, para confirmar el discernimiento es necesario, con Ignacio, acudir a la Iglesia para no equivocar el camino. En concreto, esto significa conversaciones y encuentros con las Iglesias locales – la parroquia y la diócesis – y con la Iglesia Universal.

Con esta manera de vivir como comunidad apostólica en comunión estrecha con la Iglesia que envía en misión, ¿no se corre el riesgo de privar a CVX de su sana autonomía y de su carisma específico? ¿Será siempre agradecida y comprensiva para CVX la acogida que le den las Iglesias locales? ¿No será mejor mantener una respetuosa distancia, para evitar tensiones o conflictos? Ignacio, que enfrentó rechazos y ataques de la autoridad eclesiástica, nos anima a vivir el verdadero sentido de Iglesia y con nosotros desea ponerse al servicio de ella, espiritualmente motivados y apostólicamente preparados, para que el Señor de la Viña pueda valerse de nosotros.

Como resultado de un discernimiento orante, profundo y prolongado, el peregrino Ignacio se dirigió a Tierra Santa, en septiembre de 1523, para continuar allí la misión del Señor y convertir a los musulmanes en Palestina. Se daba cuenta que esta misión lo llevaba al martirio, pero estaba tan convencido del valor de su discernimiento que nada podía impedirle instalarse en Jerusalén. Salvo, claro está, el Padre Guardián de los Franciscanos, que le mostró una orden de la Iglesia de renunciar a su proyecto bajo pena de excomunión. Iñigo emprende el camino de retorno, forzado por la Iglesia que lo amenaza y no comparte su discernimiento. Debemos reconocer que sin esta intervención de la Iglesia, Ignacio habría permanecido en Tierra Santa y muy probablemente no habrían existido ni la CVX ni los Jesuitas.

San Ignacio se fundamenta en aquel episodio y en otros semejantes para incluir dos consejos en los Ejercicios Espirituales. (EE 365) El primero es que para acertar en todo debemos siempre sostener, que lo que yo veo blanco creeré que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina. Pero no debemos forzar el texto a decir lo que Ignacio no dice. En concreto, si una cosa es blanca, es objetivamente de color blanco y ni la misma autoridad eclesiástica puede declararla negra. Sin embargo, Ignacio habla de una visión subjetiva: yo veo y creo que una cosa es blanca. Así como Ignacio veía su futuro en Tierra Santa, la Iglesia, por su parte, con toda objetividad, para evitar desórdenes en la ciudad santa, no quería que vagabundos como Ignacio permaneciesen allí.

Por tanto, para acertar en todo, es necesario reunirse, buscar y escuchar en espíritu de comunión lo que el Señor dice a su Iglesia, aún cuando nuestra cultura moderna considere toda autoridad como opresora. Este reconocimiento de la Iglesia en el discernimiento, que prepara nuestra misión, ciertamente no excluye el diálogo y el razonamiento, la conversación y la consulta. Al fin del camino, siempre está el riesgo del salto en la fe, que pese a su lado oscuro sin duda será fuente de luz para nosotros.

Se dice a veces que es más fácil creer en Dios, que siempre permanece invisible, o creer en Jesús, que ya no vive entre nosotros al modo humano; pero creer en el misterio de la Iglesia es más difícil, porque está visiblemente presente y habla en voz alta y clara; tanto que corremos el riesgo de no ver en ella, con los ojos de la fe, la presencia invisible de la Trinidad Santa, de la cual vive la Iglesia en todo. Por esta razón, Ignacio no teme la comunión con la Iglesia en la realización de su misión, y ese es su segundo consejo. En la Iglesia local, como también en CVX, “es el mismo Espíritu quien nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas.” (EE 365) Es el Espíritu quien da el sentido verdadero de Iglesia, tanto cuando Ignacio debe inclinarse ante una decisión de la autoridad eclesiástica, como cuando discute con sus compañeros cómo resolver los problemas de servicio a la Iglesia, o cuando se siente movido a discernir la necesidad de nuevas iniciativas o de puntos de vista renovados: siempre es el mismo Espíritu. También Él será quien garantice, en esta Asamblea de Nairobi, la dimensión eclesial y el carácter ignaciano de vuestro discernimiento, hecho con generosidad y amor hacia la esposa del Señor.

Pidamos, con las mismas palabras de Ignacio, que el Espíritu de amor nos ayude a discernir lo que Dios desea de nosotros, para que podamos llevarlo a cabo en cuanto Comunidad de Vida Cristiana.

AMDG


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