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OFICINA DE PRENSA E INFORMACION - ROMA

 

LOYOLA 2000

"Corresponsabilidad en el servicio de la misión de Cristo"

 

22 de septiembre de 2000

Discurso inaugural del P. General

FIDELIDAD CREATIVA EN LA MISIÓN

Ante todo quiero daros la bienvenida a Loyola para un encuentro que la congregación general 34 quiso e hizo preceptivo. Es de esperar que no corra la suerte de la congregación de provinciales -una creación de la congregación general 31- que después de una primera reunión aquí mismo en Loyola en septiembre de 1990 fue suprimida por el decreto 23 de la última congregación general. Casi como premio de consolación, el mismo artículo que suprime la congregación de provinciales incluye la exigencia de que, aproximadamente cada seis años desde la última congregación general el P. General convocará una reunión de todos los provinciales para tratar del estado, los problemas e iniciativas de la Compañía universal, así como de la colaboración internacional y supraprovincial (D.23, C; n.4).

La convocatoria para este encuentro se hizo dentro del tiempo previsto por el decreto 23. La expresión todos los provinciales se ha interpretado de acuerdo con la práctica que se usa para la participación en las congregaciones generales, es decir, todos los superiores mayores y todos los moderadores de las conferencias de provinciales. Participan además los consejeros generales pero no los oficiales y secretarios sectoriales de la Curia General, con la excepción del Secretario de la Compañía, cuya ayuda es indispensable.

Este encuentro, pues, no tiene ni tradición ni "fórmula" ni el poder legislativo de una congregación: se trata de una ocasión única para que todos los que comparten el peso de la responsabilidad de la Compañía de Jesús se conozcan personalmente, entablen lazos de mutua ayuda y cooperación apostólica, compartan experiencias e iniciativas y, sobre todo, refuercen las uniones interprovinciales y reaviven el esfuerzo para una mayor eficacia apostólica en el ámbito supraprovincial.

A este encuentro se aplica lo que el decreto 21 de la última congregación general recomendaba que el Padre General hiciese en sus contactos con los provinciales y moderadores: discernirá las necesidades más importantes de la Iglesia, y marcará, en consecuencia, unas prioridades globales y regionales. Estas deberán ser consideradas en las conferencias y en las provincias cuando éstas marquen sus respectivas prioridades (D.21, n.28).

Para facilitar la reunión y para no perdernos en el vacío, un "coetus previus", en estrecha colaboración con la Curia General, ha preparado un programa y ha puesto a disposición de todos los participantes algunos documentos sobre los asuntos que esta reunión deberá discutir. El programa prevé espacios para encuentros personales y entre asistencias, y de modo que se llegue a cierto número de recomendaciones que el gobierno central pueda asumir. Por otra parte, como se trata simplemente de un encuentro, la manera de proceder puede ser discutida y modificada, sin las reservas y condiciones previas de las diferentes congregaciones.

No es una casualidad que este encuentro se celebre en Loyola. La Ciudad Eterna, invadida por los peregrinos del año del Jubileo, no era en esta oportunidad el mejor sitio para asegurar una acogida fructífera. Pero la elección de Loyola significa para toda la Compañía que este encuentro, al mismo tiempo que una vuelta a las fuentes, es una búsqueda de un nuevo comienzo, de una fidelidad creativa a la experiencia de Ignacio.

No importa mucho emplear o no la expresión de moda: "refundación". Esta palabra quiere significar que la vida consagrada no está llamada a repetir o rehacer lo que el fundador hizo, sino a realizar lo que haría hoy en fidelidad al Espíritu para responder a las exigencias apostólicas de nuestro tiempo. Sin duda hay aquí algo más que un término de moda; es la confesión de una desazón -algo no marcha- y de un desfase entre el deseo de seguir a Cristo y la realidad vivida del patrimonio espiritual del fundador. Se tiene la impresión de que el proceso de renovación y adaptación a la cultura moderna no es suficiente y que se precisa más radicalidad, tanto en una fidelidad de vuelta a las fuentes como en la atención a los desafíos del momento presente, a las exigencias apostólicas de vivir aquí y ahora la experiencia de Ignacio, nuestro fundador.

Para traducir al lenguaje ignaciano la pasión por Dios y por su reino que nos impulsa a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de nuestros fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy (VC 37), deberemos probablemente dejar a un lado la palabra "refundación", dado el carácter dinámico de la espiritualidad ignaciana. La experiencia de Ignacio no es para nosotros la de un fundador que construye su casa sobre bases estables y permanentes, sino la de una animador, un inspirador que nos pone en camino, en uno de los caminos posibles hacia Dios. Si refundar quiere decir "dar fundamento, volver a dar fundamento" a la vida consagrada, es preciso reconocer que para Ignacio este fundamento no era una regla o una doctrina, un organigrama o una organización, sino una fuente de agua viva que brota sin cesar, y que en el discernimiento espiritual se rejuvenece y se renueva para un mayor servicio de Dios y de su reino de amor.

Incluso al codificar su experiencia en las Constituciones el mismo Ignacio no puede evitar verbos de movimiento: tenemos por necesario que se escriban constituciones que ayuden para mejor proceder conforme a nuestro Instituto en la vía comenzada del divino servicio[134]. Nuestra fidelidad se inscribe en la experiencia creadora de Ignacio que es un cierto camino hacia Dios (Fórm. [1]) en el que Ignacio desea vernos correr y nuestra creatividad se funda sobre el modo nuestro de proceder (Const. [547]) que nos invita a cada uno a más ayudar para conseguir lo que pretende la Compañía [803] para que más en todo se sirva Dios nuestro Señor y la Sede Apostólica [612].

De este modo, si nos preguntamos acerca de esta fidelidad creativa o re-fundación, se nos impone una primera cuestión. La animación de la provincia, o de la región que el Señor de la viña me ha confiado ¿está condicionada por el mantenimiento de obras, las conveniencias de los "nuestros", el ambiente inmovilista o el desaliento creciente, o más bien esa animación proviene del deseo de servir a la divina Majestad (Const. [540]) para ir adelante en el mayor servicio divino? (Const. [281], [424], [565]). Sencillamente, ¿buscamos la novedad con los hombres que el Señor nos ha confiado, o bien somos buenos administradores pero sin moción espiritual, sin ninguna agitación de diversos espíritus (EE [6]), poco sensibles a lo que está naciendo en la Iglesia y en el mundo y exige una iniciativa, una acción creativa de nuestra parte? Exagerando algo tal vez la preocupación de San Ignacio, hay que desconfiar de una provincia cuyo provincial juzga que está bien porque está tranquila o serena; es mejor que la provincia tenga inquietudes y que surja algo nuevo para la mayor gloria de Dios.

San Ignacio no conoció la expresión fidelidad creativa, pero la tensión apostólica que esta palabra significa define la identidad del cuerpo apostólico de la Compañía desde su comienzo hasta nuestros días.

Fidelidad, en primer lugar, al don del Espíritu a la Iglesia en el mundo que es la Compañía de Jesús. Ignacio era muy consciente de ello cuando escribía que la Compañía no se ha instituido con medios humanos y así pues no puede conservarse ni aumentarse con ellos [812]. A los superiores mayores nos confían la Compañía de una manera clara y definida, pero no disponemos de ella a nuestro arbitrio o según nuestras inspiraciones, ni siquiera según las más brillantes. La obediencia que podemos y debemos exigir está condicionada por la fidelidad de los responsables a este don del Espíritu que es la Compañía confiándose a Dios nuestro Señor a quien sirve [555], sin desear cosa alguna sino que su divina Majestad se sirva de esta mínima Compañía [190].

Existen muchos otros caminos hacia Dios y otras espiritualidades antiguas y nuevas en la Iglesia; pero el Señor nos ha llamado a ser incorporados a la Compañía (Const. [59]). Eso significa más que ser admitido como miembro de una asociación. La fidelidad al cuerpo apostólico de la Compañía -que no deja lugar a ningún tipo de doble pertenencia- nos impulsa a explorar y explotar fielmente este don del Espíritu. Escrutando la experiencia de Ignacio y sus primeros compañeros discerniremos cómo hacer que hoy den fruto nuestro patrimonio espiritual, nuestra tradición y nuestro modo de proceder: nuestro rico patrimonio espiritual, alimentado continuamente por los Ejercicios Espirituales; nuestra larga tradición apostólica en tantos campos de actividad; nuestro modo específico de proceder, que ha suscitado y mantenido el dinamismo de nuestra vida religiosa apostólica. Y todo eso sin encerrarse orgullosamente en un obstinado "restauracionismo", sino haciendo fructificar el don que el Espíritu nos ha confiado para ponerlo al servicio de la Iglesia en el mundo en todas las buenas obras, que Dios nuestro Señor por toda la Compañía se dignare obrar en su mayor servicio y alabanza (Const. [114]).

Creemos profundamente en el diálogo y en el trabajo con otros, y damos gracias por vivir en una sociedad rica por la diversidad de su pluralismo. Pero es necesario rendirse a la evidencia: no tendremos nada que aportar a esta sociedad, a este diálogo si no nos dejamos como empapar de la fidelidad al carisma ignaciano. No para repetirlo mecánicamente, sino para recrearlo aquí y ahora al servicio de la Iglesia y del mundo. Por eso es preciso urgir que las características del carisma ignaciano marquen toda la formación -inicial y permanente- y velar para que nuestro modo de orar y obrar, de discernir y gobernar refleje este don que el Espíritu nos confía para su Iglesia en el mundo de hoy.

La fidelidad a la fuente de vida de la Compañía que es Dios (Const. [134]) nos plantea la cuestión de por qué el Señor ha querido suscitar la Compañía y cuál es nuestra razón de ser a la que hemos de mantenernos fieles. Más sencillamente ¿qué es ser jesuita?. La congregación general 32 vio también la necesidad de plantearse esta pregunta y respondió: reconocer que uno es pecador, y sin embargo llamado a ser compañero de Jesús como lo fue San Ignacio: Ignacio que suplicaba insistentemente a la Virgen Santísima que le pusiera con su Hijo y que vio un día al Padre mismo pedir a Jesús, que llevaba su cruz, que aceptara al peregrino en su compañía (D. 2, n.1).

Esta referencia, tan acertada e inspiradora, a la experiencia de La Storta indica claramente lo que estamos llamados a ser. Sin embargo la congregación general no estaba satisfecha y eligió comprometerse en la lucha por la fe y la justicia, haciendo de esta opción el punto esencial que caracteriza hoy lo que son y hacen los jesuitas. La congregación reencontró enseguida una palabra querida a san Ignacio, a la que su experiencia apostólica ha dado un nuevo sentido: la misión. Por tanto, un jesuita es esencialmente un hombre con una misión: una misión que recibe directamente del Santo Padre y de sus superiores religiosos, pero radicalmente del mismo Cristo, el enviado del Padre. Precisamente por ser enviado, el jesuita se convierte en compañero de Jesús (D.2, n.14).

Cuando Ignacio utiliza la palabra "misión" le da su sentido preciso. Hoy el acento se pone casi exclusivamente en aquellos a los que se es enviado, mientras que para Ignacio lo primero en todo es el que nos envía. En tiempos de Ignacio no se usaba aún la palabra "misión" para referirse a la propagación de la fe, la predicación evangélica, el anuncio de la buena nueva. Al presentarse a Pablo III en 1540 Ignacio expresa su deseo de ser enviado, su disponibilidad para seguir por todas partes al Señor, enviado para anunciar el reino de Dios, todavía hoy, en las sinagogas, villas y castillos (EE [91]).

La última congregación general recupera la palabra "misión" de una manera decidida poniendo de relieve las tres dimensiones de esta misión: nuestra misión y la cultura, nuestra misión y la justicia, nuestra misión y el diálogo interreligioso; y subraya lo que somos: servidores de la misión de Cristo. En el decreto 26 la congregación general resume las características de nuestro modo de proceder y nos recuerda que nuestro ideal es una consagración incondicional a la misión, libres de todo interés mundano y libres para todos los hombres y las mujeres y que nuestra misión se extiende también a promover ese mismo espíritu de misión a los demás (D.26, n.24).

Hay que reconocer que la fidelidad al servicio de la misión de Cristo, como cuerpo misionero, nos pone en situaciones delicadas, ante exigencias difíciles. Cada uno de nosotros, al elaborar un proyecto apostólico de provincia o cuando planifica el modo de afrontar el futuro de las obras, piensa lógicamente en lo que se ha de hacer teniendo en cuenta, de un modo u otro, las posibilidades que se presentan y los límites de los recursos disponibles. Pero la fidelidad al carisma ignaciano nos impulsa a hacer opciones apostólicas en función del servicio, el mayor servicio [623] para ayudar a las ánimas para que consigan el último y supernatural fin suyo [813], para alcanzar el fin último para el que han sido creadas [307], teniendo siempre ante los ojos el fin nuestro de mayor bien universal [466].

Además, cuando deseamos aprender de Ignacio el modo de concretar este bien más universal o cómo escoger los medios concretos al servicio de la misión de Cristo, nos damos cuenta de que las Constituciones mantienen siempre el horizonte abierto y que esta apertura desemboca en una perspectiva indefinida. Ignacio no se encierra nunca en una sola obra determinada, ni se limita a un único lugar. Ignacio da a entender preferencias por tal o cual forma concreta de servicio, incluso esboza una especie de jerarquía en la que se otorga la prioridad al servicio directo de la Palabra de Dios para ayudar a la gente a encontrar personalmente al Señor, Creador y Salvador; pero a pesar de estas prioridades no quiere determinar de antemano las modalidades de servicio de la misión de Cristo. El servicio permanece abierto a todas las direcciones. La fidelidad al carisma ignaciano nos empuja a inventar constantemente, a desplazarnos sin parar, porque hay siempre más servicio que prestar.

Sería útil disponer de una enumeración de formas determinadas de servicio de la misión de Cristo pretendiendo ser exhaustivos, como intentan hacer a veces los proyectos apostólicos de provincia. Pero el camino que nos indica San Ignacio es el de la elección de ministerios, partiendo, al mismo tiempo, de una pasión por la misión de Cristo que hay que realizar hoy día y de una indiferencia que nos hace libres en relación con toda forma concreta de servicio, justamente para escoger aquella que en la situación de la Iglesia y del mundo, aquí y ahora, es el mayor servicio. Un proyecto apostólico que no sea el fruto de esta tensión no podrá ser una guía para el superior mayor en sus decisiones. Para que un proyecto dé fruto no son tan necesarios muchos jesuitas como hombres de calidad espiritual y humana. Demasiadas veces a los proyectos apostólicos les falta verdadera "indiferencia", contentan a casi todo el mundo, mantienen lo que no nos atrevemos a sacrificar en aras de un bien mayor, y olvidan que se ha de crear un espacio de libertad de elección a las generaciones que llegan, para que puedan emprender los servicios apostólicos que se presienten ya como significativos para el futuro. Por estas razones algunos procuradores en la congregación de septiembre de 1999 han dicho que tenían la impresión de que los superiores mayores no saben a dónde van, y buscan refugio en la gestión de los asuntos diarios, aprovechando las oportunidades que se les presentan y dejando ir otras que se les van de las manos.

Esta impresión de algunos procuradores, este juicio, no tiene en cuenta, en realidad, que en una misión sólo el que envía conoce y señala el camino del enviado. La fidelidad consiste en ponernos al paso de Dios, día a día, con suficiente visión -fruto del discernimiento- para ir adelante, y con bastante disponibilidad para cambiar de camino cuando el soplo del Espíritu nos conduce a donde quiere y como quiere. En cualquier caso, los jesuitas que el Señor nos ha confiado tienen derecho a ser enviados en misión. La "cuenta de conciencia" anual al superior mayor sigue siendo el momento privilegiado para integrar la misión personal -que no se identifica exclusivamente con el trabajo- en el proyecto apostólico de la provincia. Todo depende en definitiva del espíritu misionero, en el sentido ignaciano, que anima al conjunto de la provincia y a cada uno de sus miembros. Por eso, como responsables autorizados, tendríamos que preguntarnos sobre lo que debe hacerse para que la Compañía clarifique y profundice, defina y concrete nuestra fidelidad a la experiencia de Ignacio en La Storta, vivida aquí y ahora por nosotros como servidores de la misión de Cristo.

Creatividad para el "magis"

Tal vez Ignacio se hubiera sorprendido con esta expresión "fidelidad creativa". En su espiritualidad del "magis" la creatividad estaba inscrita en la propia entraña de la fidelidad en el seguimiento de un Señor siempre en camino. Las Constituciones -redactadas como el recorrido de la incorporación progresiva en el cuerpo apostólico de la Compañía- testimonian la sensibilidad de Ignacio a los nuevos desafíos, a las nuevas exigencias, a las interpelaciones nuevas que encontramos en las condiciones nacionales e internacionales variables y en las situaciones eclesiales y culturales cambiantes.

Siguiendo a Ignacio, cada hijo de la Compañía actúa siempre y reacciona ante las más imprevistas circunstancias de un modo coherentemente ignaciano y jesuítico(CG34, D.26 n.29), porque, en el contexto de los desafíos y las oportunidades igualmente complejas del mundo actual, el jesuita discierne los signos de los tiempos que son de Dios y descubre en ellos una exigencia apostólica de creatividad. Probablemente con cierta exageración en relación con la realidad que vivimos, pero con acierto en lo que toca a la espiritualidad ignaciana, la última congregación se atrevía a afirmar: el jesuita nunca está satisfecho con lo establecido, lo conocido, lo probado, lo ya existente. Nos sentimos constantemente impulsados a descubrir, redefinir y alcanzar el ‘magis’. Para nosotros, las fronteras y los límites no son obstáculos o términos, sino nuevos desafíos que encarar, nuevas oportunidades por las que alegrarse. En efecto, lo nuestro es una santa audacia, ’una cierta agresividad apostólica’ típica de nuestro modo de proceder (CG34, D.26, n.27).

Así se nos muestra, al menos en principio, la fidelidad creativa en sentido ignaciano. Puede que alguno, tal vez cada uno de nosotros, difícilmente reconozca en su provincia este espíritu misionero siempre a la búsqueda del magis. Así y todo vale la pena poner de relieve algunos aspectos de esta tensión creativa para conocer mejor el estado de la Compañía y discutir sobre él, y para reencontrar, si fuera necesario, el sentido de nuestra misión o para profundizar en ella.

Si deseamos vivir fieles al carisma ignaciano debemos afrontar una serie de tensiones que Ignacio introdujo en la vida consagrada apostólica para hacerla fructífera. Contemplación y acción, disponibilidad universal e inculturación necesariamente local, gratuidad en la misión y recursos para el apostolado, el Espíritu que inspira y el Espíritu que habla en la Iglesia, el discernimiento en común y la obediencia, la solidaridad con los más pobres y la educación de la elite del mañana, el deseo de tener muchas vocaciones y el número inevitablemente reducido de los que responden a las exigencias de nuestra misión propia de jesuitas. No será demasiado difícil ampliar esta serie de tensiones que caracterizan e inquietan nuestra vida apostólica, una vida en el mundo y en el corazón de las masas al estilo de los apóstoles del Señor.

Aquí, precisamente en Loyola, es oportuno recordar con gratitud que Ignacio, reconociendo la necesidad de una radicalidad evangélica expresada en las rupturas con el mundo, fue llamado por el Espíritu para inaugurar una vida consagrada de una radicalidad evangélica que se manifiesta en un compañerismo con quienes están en el mundo, en nombre del Señor que los amó hasta el extremo (Jn 13,1), del servicio de Dios nuestro Señor en ayuda de sus ánimas... (Const. [204]), abrace todas maneras de personas para servirlas y ayudarlas en el Señor de todos (Const. [163]).

Ignacio sabe que este tipo de presencia en el mundo tiene un riesgo. Las tensiones que subyacen a nuestra vida consagrada apostólica se prestan fácilmente a dicotomías, a compromisos o ambigüedades que desfiguran nuestra misión y la hacen infecunda. Para San Ignacio la Compañía es inseparablemente un cuerpo para Dios y un cuerpo para los que están en el mundo. Sólo porque es lo uno es lo otro. Toda su radicalidad apostólica se expresa en el vigor con que vive como creadoras las tensiones que provienen de su fidelidad a Dios en su fidelidad a los que están en el mundo. Su visibilidad no puede fundarse en rupturas radicales con el mundo, sino en una presencia viva que habla y actúa, exponiéndose a las angustias y contestaciones de quienes están en el mundo, solidarizándose con ellos en sus alegrías y tristezas, esperanzas y sufrimientos, en el nombre de un Señor que con un amor casto, pobre y obediente los ha amado hasta el extremo.

Por Él y por ellos sobrellevamos estas tensiones que deben hacer creativa y fructuosa nuestra vida en misión, pero que pueden fácilmente paralizarnos o desunirnos si no nos atrevemos a tomar como nuestras las cuestiones planteadas por el mundo y las dudas con las que sufre el pueblo de Dios, y si no las afrontamos para discernir los comportamientos que se han de seguir y las opciones que se han de tomar. Hemos de considerar si en las provincias y a nivel interprovincial existe espacio para un discernimiento orante y un diálogo abierto, para compartir e intercambiar, de modo que podamos encontrar juntos nuestro camino a través de las tensiones que forman parte de nuestra misión. Nos toca examinar además en qué medida debemos dar a conocer los entresijos de nuestras deliberaciones a quienes están en el mundo para anunciarles, a tiempo y a destiempo, la buena noticia, o para denunciar la injusticia en solidaridad con ellos y para ellos.

En este encuentro de todos los superiores mayores de la Compañía nos encontramos con una tensión que nos interesa de modo especial. Juan Pablo II durante su visita a la Iglesia de Georgia el año pasado la ha definido como la tensión que marcará el tercer milenio. Se trata de la tensión entre la mundialización en claro avance y unas realidades locales en riesgo. En muchos aspectos, económicos y religiosos, el mundo está llegando a comportarse como una aldea global. La globalización de la información nos permite conocer rápidamente lo que ocurre en el mundo entero, suscitando en general una reacción de solidaridad universal. En lo religioso, el ecumenismo y el diálogo interreligioso se convierten en realidades inevitables. La unión cada vez mayor del género humano, que va siendo posible humana y divinamente, ¿será imposible para las religiones? A través de la inmigración y emigración, el turismo y los voluntariados, la búsqueda de trabajo y la modernidad, la humanidad está en movimiento. Todo inmovilismo, todo "grupismo" resulta ya anacrónico. En lo político los países saben que son cada vez más interdependientes y forman uniones o bloques para hacer frente juntos a los desafíos globales. Llevado por el Espíritu, el Concilio Vaticano II había redescubierto la Iglesia como una comunión en el Espíritu que impulsa a la solicitud por todas las iglesias y que se abre al Espíritu que actúa en todos los hombres, llenando el universo.

Acogiendo con gratitud este movimiento de mundialización como ocasión de una fraternidad creciente, Juan Pablo II no ha olvidado poner de relieve los aspectos negativos. La mundialización incluye el peligro de ir adelante sin respetar las culturas y las naciones, las lenguas y las personas en su justa particularidad. En especial, la globalización económica suscita sobre todo un juicio más bien negativo, porque la economía mundial de mercado no está funcionando en modo alguno en beneficio de la humanidad y al servicio de toda la humanidad. La nueva economía atiende a su propio desarrollo haciendo así a los ricos más ricos y a los pobres aún más pobres. De este modo la mundialización se presenta a nuestro discernimiento con sus aspectos innegablemente positivos y otros peligrosamente negativos.

San Ignacio tenía una visión claramente mundial: nuestra vocación es para discurrir y hacer vida en cualquier parte del mundo (Const. [304]). Puesto que san Ignacio aspira a las dimensiones del bien universal que es siempre el mejor bien, la misión no puede ser sino la de un cuerpo apostólico universal con disponibilidad apostólica para las dimensiones del mundo entero. Aun teniendo la responsabilidad particular de un lugar concreto y limitado de la viña del Señor, el carisma ignaciano nos incita a no encerrarnos en esta particularidad y a no aislarnos del cuerpo universal de la Compañía. Al contrario, debemos actuar siempre en la perspectiva de una misión que, prolongando y desplegando la misión de Cristo, estará siempre abierta a una irradiación universal y a una multiforme oferta de la gratuidad del don que Dios hace de sí mismo a la humanidad entera en Cristo y por Cristo. Únicamente con este espíritu podremos reforzar las colaboraciones interprovinciales y la cooperación supraprovincial. Sería una verdadera lástima que nuestro encuentro en Loyola sólo nos apremie a la inevitable y fatal necesidad de trabajar juntos porque nos vemos obligados a ello por falta de personal cualificado o por la complejidad de las instituciones. El refuerzo o la creación de estructuras interprovinciales y supraprovinciales han de ser expresión de nuestra unión de corazones y espíritus, de la solidaridad y la coherencia de un cuerpo único y universal al servicio de la Iglesia universal en todo el mundo.

Tensión que hay que vivir en la colaboración interprovincial

Hay que vivir concretamente una tensión. Hay que pensar globalmente, pero nuestra acción deberá ser en función del territorio, de las realidades locales. No podemos elegir entre lo global y lo local: tendremos que vivir la tensión entre el bien universal y el particular. Depende de nosotros que esta tensión sea destructiva o provechosa para bien de la humanidad. San Ignacio no dudaba en poner a la Compañía de Jesús ante esta tensión apostólica, exigiendo por una parte una disponibilidad universal y pidiendo por otra el aprendizaje de la lengua y la cultura del lugar donde el Señor de la viña ha enviado a su misionero. La mundialización, en el espíritu de Ignacio, jamás debería conducir a una uniformidad, sino a la unión, a una comunión en el Espíritu en la que la riqueza y la sorprendente diversidad de las iglesias locales, de las escuelas de Teología, y de las corrientes de Espiritualidad, de las culturas y las lenguas, de las vocaciones del laicado, del clero y de la vida consagrada dan lugar a un acontecimiento pentecostal.

De sobra somos conscientes de la tentación de confiar esta unión a una administración centralista que la imponga o sustituya una auténtica fraternidad en la misión. Por el contrario, la sensibilidad y la preocupación por lo universal a partir de lo particular de que tenemos responsabilidad es lo que nos ha de estimular a la creación y desarrollo de instancias interprovinciales y supraprovinciales. Así se reforzarán la unión, la comunicación mutua, la visión compartida, la participación en proyectos comunes para el bien de una misión común que el Señor nos ha confiado.

Al mismo tiempo que evitamos una estructura federalista de las provincias, las Constituciones, pese a ciertas apariencias, nos abren mucho la puerta para ampliar las perspectivas apostólicas y los modos de funcionamiento de las conferencias de superiores mayores. Estas tendrán que afrontar en el próximo milenio, junto a otras tensiones ignacianas, la tensión entre la mundialización, que en su avance debe respetar las particularidades justas, y las realidades locales, que al defender sus justos derechos deberán evitar el individualismo, fundamentalismo y otros "ismos" de este género. Ahí nos espera una misión nueva.

En fin, puesto que la reciente congregación general pide que este encuentro examine el estado, los problemas y las iniciativas de la Compañía universal (CG34, D.23, C, n. 4), querría señalar cómo la fidelidad creativa está llegando a ser una realidad en la Compañía pero también en el conjunto de la vida consagrada de la que ella forma parte.

Es preciso, en primer lugar, dar gracias por todo lo que se viene haciendo desde hace años y por lo que todavía hoy se continúa haciendo con gran empeño, a saber, el retorno a las fuentes que nos permite como jesuitas abrirnos a los desafíos del futuro. Nos corresponde a nosotros dar a conocer todo esto dentro de la Compañía y a todos aquellos y aquellas que desean inspirarse en este "don del Espíritu" a la Iglesia.

En segundo lugar, se da una aproximación positiva ante los problemas planteados por la promoción, admisión y perseverancia de las vocaciones, por la precariedad en aumento del trabajo institucional, por una pérdida de calidad en el servicio que se presta o espera, por la multiplicación de los casos de enfermedad y cansancio, de vejez y de accidentes. Esta disposición positiva se manifiesta en una integración plena de todos los que sufren en la misión de la Compañía, según el deseo del mismo san Ignacio. Se ve también esa actitud en una política más agresiva en lo que se refiere a la promoción de vocaciones, especialmente con la oración, para que el Señor de la viña envíe nuevos obreros a su misión. Poniendo en práctica la invitación del mismo Señor, venid y ved (Jn 1,39), se pone en práctica un esfuerzo decidido a vivir auténticamente nuestra vida consagrada con una apertura generosa a lo que el Espíritu nos indica a través de las expectativas de las nuevas generaciones, las de los jóvenes. Esta actitud positiva se muestra también en el deseo de concentrarnos en lo esencial de nuestra misión, sin dejar de favorecer una participación más amplia en la misión de Cristo de aquellos y aquellas que no pertenecen a la Compañía.

Además hay que tener presentes las tres dimensiones creativas que la última congregación general elaboró como otras tantas respuestas al llamamiento del Santo Padre para pedir una ayuda específica por nuestra parte a la nueva evangelización. Una misión que integre el acercamiento y el servicio a los pobres; una misión que se funde sobre el diálogo, que no impone, sino propone la buena nueva, reinventando continuamente el modo de convivir y compartir con los que creen de modo diverso; una misión que por los pasos vivos de la inculturación -incluso en su propia patria- lleva hoy este don de Cristo, este don del amor creador y redentor de Cristo, a un mundo que tiene sed de Dios, incluso cuando camina en sentido opuesto a su buena nueva. Leyendo las cartas anuales de los superiores mayores se constata que las orientaciones están bien elegidas y mantenidas, pero que hay aún mucho espacio para una creatividad, para una apertura más radical y generosa en nuestra manera de actuar al que es la vía que lleva los hombres a la vida (Examen [101])

Otro signo de creatividad es la acogida que la Compañía ha dado a la invitación a vivir de un modo más misionero en nuestras comunidades unidas para la misión. La fidelidad creativa al carisma ignaciano no puede ser asunto de un jesuita aislado: supone una unión de corazones y de espíritus encarnada en una vida y en actividades vividas juntamente como compañeros de Jesús. Las cartas ex officio de este año manifiestan un deseo real por parte de los jóvenes sobre todo, pero también de los menos jóvenes, de compartir la llamada del Señor que nos une y la misión que continúa confiándonos por su Espíritu. Si en esta reunión nos planteamos sobre todo la colaboración interprovincial y supraprovincial resulta evidente que esperamos contar con una Compañía y con unos compañeros que viven en comunidad de disponibilidad y fraternidad, de solidaridad y hospitalidad, como un único cuerpo apostólico. Esta colaboración deseada se quedará en un sueño sin nuestro esfuerzo paciente por resolver el problema de fondo de la vida comunitaria, aún demasiado afectada por el virus del individualismo. Pero también en este terreno se ha entrado por el camino de la creatividad, orientándose a formar comunidades fraternas y misioneras según nuestro modo de proceder.

En fin, un último signo de la fidelidad creativa en la Compañía y en las otras familias religiosas es el descubrimiento orante del discernimiento para escuchar lo que el Espíritu nos dice aquí y ahora. La fuente de la oración que acompaña y guía este discernimiento es cada vez más la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura. Para expresarlo a la manera de Ignacio: nos es preciso contemplar sin cesar los misterios de la vida de nuestro Señor Jesucristo para conocerlo íntimamente y para descubrir su manera de cumplir la misión recibida de su Padre. No podemos construir el Reino sino en el espíritu y con el modo de obrar del Señor, cuya concepción de la eficacia es muy distinta de la que espontáneamente tenemos nosotros. La última congregación general confirmó que hoy como ayer, es la profunda identificación personal con Jesús, el Camino, lo que caracteriza principalmente el modo de proceder de nuestra Compañía (D. 26 n.5). Pero esta entrega se aplica también a la manera en la que el enviado del Padre ha realizado esa misión. La contemplación de los misterios de la vida de Cristo nos pone con Cristo para que por su Espíritu seamos capaces de hacer, en todos los problemas que se refieren a la misión -aquí en estos días particularmente la colaboración interprovincial y supraprovincial-las elecciones que ha hecho Cristo; de hacerlas, hoy en nuestro nuevo milenio, en fidelidad creativa a Ignacio que nos ha enseñado todo esto.

He aquí la fuente de la fidelidad y de la creatividad que debemos explorar y desarrollar como de nuevo, inspirados por la conversión de Ignacio, a mayor gloria de Dios.


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